martes, 18 de septiembre de 2012

Niké

A la manera de Alma-Tadema

En el patio pintado de almagre florecía una adelfa. Una puerta al fondo cubierta con una cortina de esparto daba paso al taller situado en la parte alta de la ciudad. Para llegar a la casa del maestro había que atravesar un dédalo de callejas empinadas que reptaban sobre la falda de los acantilados. Una columna de polvo níveo y radiante de diminutas esquirlas de mármol la señalaba todavía dentro del angosto caserío, aunque hacía varios días que había cesado el persistente martilleo de los cinceles. 

Llamó varias veces, pero salvo dos lagartijas asustadas que corrieron a refugiarse bajo unos laureles no respondió nadie. Pasó adentro; un silencio absoluto, extraño a pesar de la hora y del calor sofocante inundaba las estancias. Desde hacía varias semanas no aparecía por el ágora y los pocos que lo habían visto entrar o salir a deshora del templo referían ademanes hoscos y taciturnos, impropios del hacedor inmortal de los frisos de Hécate admirados en todo el archipiélago. 

Cruzó el patio y las terrazas. La vista desde allí arriba cortaba la respiración. Una tras otra las casas y los edificios públicos se desmoronaban como una espumosa catarata hacia el puerto, adonde los barcos arribaban y partían en una enredada algarabía, ensordecida por el ruido del mar, que bajo el sol tan alto parecía una lámina pulida de aceite azul. Él mismo había llegado la tarde anterior en una veloz trirreme y apenas disponía de un día para visitar a su viejo mentor. 

Pasó por el desorden de andamios y herramientas abandonadas y reconoció alguna de las figuras que pugnaban por salir de la piedra: el pliegue de una túnica, el hombro de una atleta eternamente encadenados a una matriz amorfa. Recordó sus años de aprendizaje, cómo sus dedos encallecidos o sangrantes habían abandonado toda esperanza de extraer la belleza que tan dulcemente dormía en lo inerte. Le había sido vedado la escultura, pero, al menos, como comisionado de la liga de las ciudades libres, podía hacer encargos y adquisiciones en las islas para las grandes obras que dan gloria a los moradores del Olimpo.

 –La victoria la conceden desde lo alto los dioses inmortales, se dijo, en fin, repitiendo el hexámetro de Homero que tanto gustaba recitar a su maestro. Estaba este al final del taller, encogido y postrado en una actitud que parecía orante, avejentado, con el pelo largo, sin afeitar, muy delgado, como un animalillo rodeado de mondaduras de fruta podridas, cáscaras de frutos secos y otras deyecciones. Frente a él había un enorme bulto cubierto con sábanas de lino, de altura dos veces la de un hombre y que con toda seguridad se correspondía con el colosal bloque de mármol de Paros que había aplastado a dos yuntas de bueyes en su empeño insensato de subirlo hasta arriba, según le habían contado.

Nunca supo si lo había reconocido o no, aunque, visto su estado, casi terminal, parecía improbable. Bajo el efecto de un obstinado trance señalaba con los dedos huesudos la figura que dormía bajo las telas. 

Entonces el visitante tiró de ellas, como si arriara la inmensa vela de una nave, y ante ambos se posó, igual que un águila o un rayo, una mujer alada de una blancura cegadora, agitada por el viento y con la túnica mojada por las olas del Egeo, fiera y orgullosa, dispuesta a arrojarse hacia el abismo, como una mensajera de los dioses.


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