lunes, 29 de febrero de 2016

Inclítas razas ubérrimas (XII)

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A través de las sombras crucé el atrio del recinto. El edificio estaba flanqueado por dos torres barrocas, como campanarios de estilo colonial, que ensartaban la noche con sus altos pináculos, donde se desdibujaban, entre columnas salomónicas y remates grotescos, centinelas de yeso, ciegos y crueles. Desde lo alto de la fachada, sustentado por dos emplumados atlantes en posición reverente, un cóndor de piedra asía con sus garras el blasón restaurado de la Gran Colombia. Sus ojos milenarios me escrutaban mientras mis piernas temblorosas se aproximaban al umbral alentadas por la curiosidad y el remoto ardor –o eso creía yo- de la sangre de mis ancestros. Mi corazón latía al ritmo de los tambores, cuyo ritmo e intensidad creció hasta detenerse súbitamente en el instante en el que alcancé la linde señalada por dos breves monolitos con forma de serpiente enroscada que nacían del suelo. Frente a mí, cercada por dos esfinges hieráticas de senos poderosos, se abría una cancela de hierro forjado, erizada como las fauces de un leviatán. Al fondo ardía una hoguera que apenas revelaba más sombras estremecedoras. En mitad de un silencio solemne franqueé la entrada del pabellón como quien cruza la puerta del infierno, mientras musitaba una oración y –pero ¿qué otra cosa podía hacer?- encomendaba mi vida al abolengo de mi antepasado Vasco Núñez de Balboa.
Apenas traspasé la puerta, dos brazos de acero, a izquierda y a derecha, frenaron mi paso y me sostuvieron en el aire mientras se reanudaba, aún con más fuerza, el redoble de los tambores, acompañados esta vez por un coro de voces tribales e instrumentos musicales primitivos. En cuanto mis ojos se aclimataron a aquella temblorosa oscuridad, pude ver, apostada sobre una galería superior, soportada por una balaustrada de columnas toscanas, toda una muchedumbre semidesnuda y emplumada, con máscaras de oro y el cuerpo pintarrajeado de estridentes colores e ignotos jeroglíficos cuya sincopada vocinglería componía una plegaria  a una deidad desconocida: “¡Bachué, Bachué, Bachué, Bachué, Bachué!”.
El ruido me aturdía hasta el desmayo, pero alguien  hizo sonar una suerte de bocina y nuevamente se instauró un silencio sagrado, solamente interrumpido por el gorgoteo de una fuente ubicada en el centro de aquel patio sin nadie al que se asomaba la tribu. Bachué debía de ser aquella Venus de granito negro que, con las piernas enroscadas como las serpientes del umbral, nacía del centro de las aguas y ascendía, erguidos los senos y juntos los brazos como una flecha, coronada por los rayos del sol, igual que una madre nutricia.
Justo entonces pude oír de nuevo aquella voz amada y conocida:
-¡Extranjero, ha llegado tu hora! Demuestra ante los bravos guerreros y los venerables sacerdotes del Zipazgo que eres digno sucesor de aquella estirpe que cruzó los océanos para ultrajar la memoria sagrada de El Dorado. El destino ha querido que nuestros pueblos, a pesar de la sangre derramada a través de los siglos, se fundan en una nueva dinastía que alumbre con su vigor renovado, esta era moderna de imperios y de reyes.
Por la escalera imperial descendía la princesa Aquiminza, desnuda, cubierta solo de una fínisima película de polvo de oro. Y los grandes bucles negros caían otra vez sobre sus hombros y dos grandes esmeraldas eran sus grandes ojos fijos, fosforescentes. A su lado, un hombre de menor estatura y rostro aindiado, seguramente un sacerdote, cuidaba de que no tropezara. Se detuvieron a mitad de los escalones donde permanecieron un instante en silencio hasta que, de repente, se produjo una extraña descarga, como un relámpago. Desde allí, con los ojos en blanco, y señalando a la fuente el hombre exclamó:
-¡He ahí a Bachué, nacida de la mar y madre de los hombres, altar de las vírgenes más bellas a quien nuestros padres y los padres de nuestros padres consagraron a los niños nacidos por la gracia del Sol!
Aquel acento me era conocido, como también me resultaban familiares los rostros de los dos ayudantes emplumados que aún me sujetaban, no había duda de que formaban parte de la troupe galvánica que se había subido a las tablas al principio de la función de la noche anterior y que esta misma mañana se las habían ingeniado para procurarme los horarios del tren de miniatura junto al pabellón de Chile. ¿Pero, de dónde podría haber salido todo aquel tropel de gente, que de nuevo prorrumpía en una algarada sin fin desde los palcos del pabellón?:
-¡Bachué, Bachué, Bachué, Bachué, Bachué!
Decidido a cumplir con mi alto destino intenté desasirme de los esbirros que me atenazaban para abrazar a Aquiminza, pero me resultó imposible. El sacerdote chibcha mandó callar con un gesto a la multitud mientras tomaba de nuevo la palabra:
-Para asumir el honor de ser el padre del Zipa y heredero temporal del legado milenario del tres veces grande Tisquesusa, el pretendiente deberá demostrar primero el valor de su sangre ejecutando con sus manos el sacrificio ritual en la laguna.
Dicho lo cual se acercó a mí y puso en mis manos un cuchillo afilado  de obsidiana –momento en el que fui liberado por mis captores- y me quedé solo frente a la fuente de Bachué que otra vez gorgoteaba en solitario a la espera de acontecimientos. Recuerdo que en aquel momento se apagaron las hogueras y un aire gélido recorrió los patios: mi cuerpo y mi alma temblaron. ¿Qué o quién habría de ser sacrificado?
En la galería superior se oyó el llanto de un niño de pecho. Entonces decidí que ya era suficiente y mandé al cuerno a Balboa y a toda su progenie, cayendo desmayado a los pies de la diosa.
Pabellón de Colombia, 1929
"Bachué", de Rómulo Rozo,(1925) expuesta en 1929 en el Pabellón de Colombia en Sevilla
Pabellón de Colombia en la actualidad. Avda de la Palmera.
Pabellón de Colombia iluminado.

"Ran", BSO de Tōru Takemitsu

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