lunes, 28 de noviembre de 2016

Rimas y leyendas (VI)

Capítulo V
Capítulo IV
Capítulo III
Capítulo II
Capítulo I

V
Nadie vigilaba el convento, una solitaria botella de champán vacía era lo único que asomaba por la garita de la obra. Miguel se había esfumado como alma que lleva el diablo al poco de marchar su jefe. Un silencio y una oscuridad absolutas reinaban ahora en la calle de Doña María Coronel.
-Ya os dije que era una ocurrencia y un error venir precisamente esta noche a Santa Inés, -arrebujadas en sus abrigos y bufandas las dos hermanas y la abuela habían alcanzado la puerta del convento que permanecía cerrado a cal y canto-. ¡Con lo bien que estaríamos en casa! 
-¡Abuela! ¿Cómo nos dices eso ahora? ¡Con lo que nos ha costado traerte hasta aquí entre las dos! 
-¡Ay! ¿Qué queréis que os diga, hijas? Cuando se tienen más de cien años se ha merecido una cambiar de opinión las veces que quiera.
Las muchachas intentaron forzar las verjas que daban acceso al compás semiderruido, pero resultaba inútil. La oscuridad era impenetrable y apenas se distinguían las largas barbas de los helechos, dormidos como profetas. 
-¡Bueno, pues vamos a rezar un padrenuestro y un avemaría y nos volvemos por dónde hemos venido! -dijo la abuela-. Después de todo no reconozco como míos estos muros ni esta casa, está todo cambiado y patas arriba. No era aquí por donde yo entraba cuando venía de niña a bordar.
-¿Nos vamos entonces? -insistió la mayor.
-Aunque ya que me habéis traído... –prosiguió la abuela dubitativa de nuevo-, ¿no pensaréis que nos vamos a ir sin más de Santa Inés la noche de Nochebuena, no? ¡Anda, seguidme las dos!
Unos metros más adelante, en la misma calle se abría una angosta tronera, casi invisible, en la que apenas encajaba una decrépita hoja de madera batiente que cedió al vivo empuje de la anciana.
-¿Pero, abuela, cómo vamos a entrar ahí si ni siquiera hemos traído linternas?
A través de un larguísimo corredor, completamente a ciegas, avanzaron sorteando a tientas enseres insólitos, amortajados apenas con sábanas y alfileres: un niño Jesús de la bola, un facistol con sus libros de coro, juguetes de latón y muñecas de trapo o de cerámica que acaso dejaran allí las novicias de otro siglo antes de entrar al claustro por vez primera y para siempre, sacos de especias y semillas de Indias que unidas a la humedad prestaban al pasadizo el aire de bodega de un viejo galeón. En el otro extremo del túnel se abría una puerta que daba a la parte trasera del atrio de Santa Inés, como un pequeño patio.
-¡Esto sí que sigue igual! ¡Aquí está el torno, esas son las arcadas y ahí tenéis la fachada de la Iglesia, tal y como yo la recuerdo!-exclamó exultante la abuela  bajo el cielo estrellado mientras apuntaba a la puerta de del templo de cuyas rendijas salía un haz tembloroso de luz.
Es difícil saber si todo sucedió al mismo tiempo, pero una ráfaga gélida que cruzó sus corazones como escarcha apagó aquel halo fosforescente mientras sonaban, inmensas y lúgubres, las campanas de la Giralda inundando la noche. Tristísimas y muchas: la misa del Gallo se anunciaba en la Catedral.
-¿Y ahora qué va pasar, abuela? ¡Tenemos miedo!- Susurraron las muchachas.
Agazapadas en el atrio, muy cerca del torno, escondidas bajo los inmensos flabelos de esas hojas desgarradas que llaman en los conventos las costillas de Adán, sintieron el graznido de una llave pesada sobre la cerradura de la puerta que daba al exterior, a la calle de Doña María Coronel desde donde ellas habían intentado antes entrar inútilmente.
Una figura menuda y encorvada, vestida de negro y con los cabellos cenicientos cubiertos por un velo de color azabache se apareció ante ellas portando una lúgubre luz en la mano izquierda. Todo un jardín de sombras espectrales se alzó frente a los ojos aterrados de las nietas mientras la vieja del candil cruzaba el atrio de Santa Inés sin advertir la presencia de las mujeres. Había dejado entornada la puerta del convento, como a la espera de alguien más, y ahora golpeaba la aldaba de la Iglesia. Una voz de ultratumba se alzó contra la noche:

-¡Vamos, Maese Pérez, no nos haga esperar más siglos, que nos duelen los huesos y ya son las doce de la noche! ¿A qué aguarda su merced para empezar?


Picasso, "Celestina"


"Siciliana", Gabriel Fauré

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